“Ni el sol ni la muerte se pueden mirar de frente”
François de La Rochefoucauld.
Siempre me ha parecido muy interesante cómo la muerte, siendo una realidad tan cercana, nos resulta tan ajena. Pese a que nos dicen que es lo único que tenemos seguro en la vida, nos genera un alto grado de conflicto. Escribimos novelas y poesía acerca de ella, la volvemos arte de tantas maneras y designamos, como en nuestra cultura, rituales específicos para visitar los camposantos y honrar el paso de aquellos que amamos por esta vida. Aún con todo este reconocimiento, nuestra relación con la idea de dejar de existir sigue siendo problemática. Quizá por eso es que cuando la vemos venir de cerca en quienes amamos o en nuestras propias existencias, nos resistimos a aceptar el momento. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer hacía una reflexión de dicha relación:
“Cada soplo de aire que inhalamos impide que nos llegue la muerte que constantemente nos acecha… En última instancia la muerte debe triunfar, pues desde el nacimiento se ha convertido en nuestro destino y juega con su presa durante un breve lapso antes de devorársela. Sin embargo, proseguimos nuestra vida con gran interés y solicitud durante el mayor tiempo posible, de la misma manera en que soplamos y hacemos una burbuja de jabón lo más grande y larga posible, aunque con la certeza total de que habrá de reventarse.”
El problema de la muerte, al menos desde lo que puedo evidenciar con mi propia experiencia, la de mi red de apoyo e incluso de mis consultantes, radica más bien en un incansable planteamiento de que la idea de la muerte debería ser menos dolorosa. Es decir, una “sana relación con la muerte” implicaría un “dejar ir más fácil”. Sin embargo, desde una mirada contextual, esto no tiene sentido. De hecho, todo aquello que nos mueve en esta existencia, acarrea consigo un costo: el dolor inherente cuando aquello ya no esté. Pongámoslo en un ejemplo: las personas que amas en tu vida, las amas por una serie de experiencias que han vivido en conjunto. Estas vivencias, por puros procesos de aprendizaje, generan una estrechez, un disfrute, un “querer estar contigo”. Y ese vínculo, naturalmente, será extrañado al momento que no esté: la perdida de una amistad muy cercana, la ruptura de un vínculo de pareja, la muerte de una mascota o compañía no humana, etc. Una relación valiosa en la vida y el dolor inherente de perderla, son dos caras de la misma moneda. Irvin Yalom lo dice muy bien en una frase: “El duelo es el precio que pagamos por tener la valentía de amar a otros”.
Hasta aquí todo muy lógico, pero cuando lo llevamos a la acción, suele verse muy distinto. Nos aferramos a la idea de juventud y del disfrute. Intentamos “no sentir”, tratamos de mitigar el dolor e incluso huir de él de cuantas maneras nos sea posible. Y es en este punto, en donde la cosa se pone difícil. El dolor es parte natural de la experiencia humana: nos indica que debemos prestar atención a lo que está ocurriendo. Sin embargo, vivimos en una cultura que nos incita a que debemos buscar evitar el dolor a toda costa y centrarnos en las experiencias positivas de la vida. Esto nos complica el tema de la muerte y es aquí, cuando le agregamos resistencia al dolor, que damos lugar al sufrimiento.
El psicólogo Steven Hayes define la evitación experiencial como el proceso en el cual huimos o intentamos controlar nuestras experiencias internas, como los pensamientos, sensaciones y emociones, y los sucesos externos. Con esto, atendemos a la demanda principal de buscar sentirnos bien y evitar sentirnos mal. Sin embargo, este claro proceso de evitación es de hecho la causa de la mayor parte de problemas psicológicos y en el caso de la muerte, lo que nos impide relacionarnos de manera flexible con ella. Lo que nos impide verla desde una perspectiva experiencial y no solamente racional.¹
Entre otras cosas, los avances en la psicología contextual han estudiado los “big ones”, que son aquellas ideas profundas y muy sostenidas, usualmente de una manera escondida, que esclavizan al ser humano. Representan nuestros mayores miedos, aquello que más evitamos pensar y sentir sobre las personas que somos. Como lo describe Barbara Gil-Luciano, doctora en psicología clínica de MicPsy (España): “los big ones son el pegamento que une todo el pack del malestar y que gobierna desde las profundidades… Sin embargo, estos también constituyen aquello que más sentido y significado personal tiene para los consultantes, convirtiéndose en la puerta de entrada para caer en espirales terribles de rumia, preocupación y una cantidad interminable de respuestas inflexibles, pero también en esa oportunidad de vivir a través del sentido”. Con estas características y teniendo en cuenta el efecto que la muerte tiene en nuestras vidas, podemos intuir que es un BIG ONE.
Con este entendimiento, nos vamos acercando a una realidad innegable: no existe una manera de hacer que la idea -o presencia- de la muerte sea menos dolorosa o que nos deje de confrontar con preguntas importantes acerca del sentido que tiene estar aquí y hacer lo que hacemos. Todo lo contrario. Ahora bien, puede ser muy diferente recorrer el camino de la muerte peleando con ella y huyéndole, que teniéndola presente y tomando conciencia del sentido y dirección que le queremos dar a nuestras acciones.
“Cuando por fin nos damos cuenta de que nos estamos muriendo, y que todos los otros seres conscientes también están muriendo, comenzamos a tener una sensación quemante, casi insoportable, de lo preciosos que son cada momento, cada ser. De ahí puede surgir una compasión profunda, clara, ilimitada por todos los seres”.
SOGYAL RINPOCHE.²
Tal vez una de las pocas respuestas que podemos tener de la muerte desde una mirada contextual, y quizá una de las lecciones más importantes que he aprendido, tanto dentro como fuera de consulta, es que las personas vivimos y morimos lo mejor que podemos. Y si bien, pensar en la muerte siempre será en palabras de La Rochefoucauld, un mirar al sol, el incómodo resplandor puede ser mejor recibido cuando el camino que recorremos es un camino con sentido.
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¹ Hablo de la importancia de pasar de lo intelectual a lo experiencial, puesto que a nivel intelectual todas las personas tenemos claro que vamos a morir. Sin embargo, ocurre un sesgo cognitivo que nos hace creer que las cosas incómodas o desagradables no nos pasan a nosotros, sino son cosas que le ocurren a los demás. Es así como muchas personas saben que fumar es una de las principales causas de muerte evitables en el mundo, sin embargo fuman porque tienen la percepción que el cigarro matará a otras personas pero no a ellos directamente.
² Cita extraída del libro Mirar al sol de Irvin Yalom.
Hayes, S.C., Stroshal, K., Wilson, K. (2011) Terapia de aceptación y compromiso: proceso y práctica del cambio consciente. Desclée de Brouwer. España.
Yalom, I. (2009) Mirar al sol. Editorial Planeta. México.
Yalom, I. (2017). La cura Schopenhauer. Ediciones Destino. España.